martes, 31 de agosto de 2010

Mauricio Bares

10 de mayo de 2009

Me será difícil olvidar el 15 de septiembre de 2008. A dos años del mentado Bicentenario (la guerra de independencia, 1810, y la revolución, 1910), el México actual dio varias muestras de no tener mucho que festejar: entre ellas, una granada que estalló en la plaza cívica de Morelia atiborrada de gente en plena celebración de la independencia. Tampoco olvidaré ese día porque a partir de entonces, he recibido innumerables emails, llamadas telefónicas y mensajes por celular, relacionando mi libro Ya no quiero ser mexicano con ese acontecimiento. Algunos mensajes eran en broma, otros veían al libro como un bombazo simbólico, otros de plano me reclamaban airadamente la supuesta semejanza.

Si bien me tomó por sorpresa la lamentable confusión, no tardó en llegar otro suceso que la explicaba. Ni más ni menos que nuestro presidente estableció una revoltura similar durante la visita del príncipe español, al comparar a México y España como naciones víctimas del terrorismo. Pero veamos: ¿en qué se parece el terrorismo que padece España, al nuestro, donde no hay nada más que la lucha carnicera por un poder sin principios ni fines? Un discurso como ése de Felipe Calderón sólo se explica con el mexicanísimo recurso de revolver las cosas, lo mismo que como una huida hacia un reino ilusorio donde los malos son malos porque sí… Y ya… Aquí y allá.

El libro escrito en épocas distintas, guarda dos líneas de parentesco: el haber sido creados después de que viví cuatro años fuera del país y el narrar experiencias donde se pone a prueba la idea de mexicanidad –sobre todo en su versión oficial–, por lo que no dudé en titularlo Ya no quiero ser mexicano.

Siempre supe que el título corría el riesgo de ser malinterpretado. Se trata de relatos escritos bajo principios nunca enunciados, pero que han latido desde su origen hasta el día de hoy. No debían ser escritos desde el punto de vista del intelectual que observa desde arriba (que es desde fuera), ni del mexicano rencoroso que se asume como parte de un Primer Mundo fabricado en su cabeza, ni del otro resentido que aboga por una justicia irracional a toda costa. Asuntos sin resolver heredados desde la Conquista, a los cuales, estos relatos buscaban darles la cara.

¿Qué pasaría si el mexicano en verdad se beneficiara de su tan cacareado ingenio, en vez de convertirse en un machito que se agarra a trompadas por nada y que se vuelve un llorón cuando debe comportarse como hombre? ¿Cómo seríamos si no nos contentáramos con “solucionar” los desperfectos con un clavito y un alambrito, y añadiéramos más clavitos y alambritos? ¿Qué pasaría si nuestro intelecto no cayera tan dócilmente en las trampas de los estereotipos creados por gente que durante siglos se ha beneficiado de ellos: los gobiernos, la aristocracia, la televisión, la industria musical? ¿Cómo sería el lenguaje de ese mexicano si no se estancara en la repetición de los predecibles clichés mediáticos y evolucionara para expresar lo que su ingenio fuera descubriendo? Mucho mejor aún, ¿qué pasaría si ese ingenio y ese lenguaje, con la rapidez y la contundencia que tienen los comentarios de los vaguitos en las esquinas y los corrillos de secretarias chismeando sin piedad sobre sus jefes, crecieran para vernos a nosotros mismos tal cual somos?

Sería como si un mexicano llegara a un país extranjero llamado México.

Por mi parte, no encuentro sentido en estar orgulloso de una nacionalidad, algo que es casual, que no implica ningún mérito. Hay muchos aspectos de nuestra cultura que disfruto, pues son parte de mi vida, de mi persona. Pero hay otros que detesto. Por ejemplo, no puedo estar orgulloso de una sociedad que dejó que le mataran a sus hijos, que prefirió volverse conformista y que vaga como ciega desde entonces. Ni puedo sentirme orgulloso de un país que durante años ha vivido del turismo como su principal fuente de ingresos. Y no es que eso sea malo, pero en este caso se me figura como una mujer que sólo es capaz de vivir de su atractivo. Como las putas. Sólo gana un dinero que viene de fuera, traído por extranjeros. Después apareció el pétroleo –que fue como encontrar un tesoro escondido en el patio– y también vinieron su saqueo y su despilfarro. Más recientemente, para retomar el camino, la principal fuente de ingresos prosiguió viniendo del exterior, pero ahora enviada por las oleadas de braceros que huyen de la vida miserable que nuestro paradisíaco país les ofrece. Explotados, generan las ganancias que sus patrones después se vienen a gastar aquí, y además ahora meten más dinero que esos mismos patrones.

Para rematar, hoy por hoy, la industria más productiva del país es el narcotráfico. Ha desbancado a todas. Es la más preparada, la mejor organizada, la más capaz. Pero no le veo ninguna relación con mi libro, por el contrario, la guerra entre el gobierno y el narco es el resultado de todo aquello a lo que este libro se opone.